Sueño con serpientes

Posted on 22/11/2007

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Anoche tuve una pesadilla, de esas que te levantan de golpe y te dejan pensando todo el día siguiente. Lo que les voy a relatar es solo eso: un mal sueño, no es una premonición de lo que puede pasar en Bolivia ni una advertencia. No creo que lleguemos a tanto.

Soñé que, estando de vacaciones en Cochabamba, oímos – mi esposa y yo – un comunicado oficial leído por nuestro querido Alex Contreras. “A partir de las cero horas de hoy, el supremo gobierno declara Estado de Sitio en todo el territorio de la República. Ante la insumisión de los señores prefectos de los departamentos, quedan éstos relevados de sus cargos, debiendo los comandantes departamentales de las Fuerzas Armadas dictar el auto de buen gobierno en cada uno de los departamentos. Se advierte que el gobierno no tolerará más la desobediencia de los grupos oligarcas, neoliberales y contrarios al proceso de cambio. Es la voluntad del pueblo soberano que estos grupos de conspiradores sean perseguidos, capturados y reeducados”.

Ante el susto que provoca escuchar algo así, le pedí a mi esposa que tengamos mucho cuidado, que almacenemos algunos víveres esenciales y que nos preparásemos para dejar el país para proteger a nuestros hijos. En ese momento, sin embargo, yo no me imaginaba ser blanco de la “reeducación”.

No obstante, y poco a poco, fui cayendo en cuenta que me vigilaban. Primero fue el repentino aumento del número de agentes de tránsito en la esquina del edificio de mi suegro, donde estábamos alojados. Luego, fue más cínico, me sentía constantemente perseguido por personas sospechosamente circunspectas, casi como si desearan ser descubiertas. Como no era la primera vez que me vigilaban (ya tuve el teléfono intervenido en el pasado, y esto no es parte del sueño, fue real), me dí cuenta muy rápidamente que estaba en la lista negra.

Inmediatamente, acudí a mi padre, que también resulta que estaba en la lista, y a mi amigo – a veces los sueños son así, se inventan amigos que uno no tiene – Carlos Mesa, ex Presidente de la República, para reunirnos en una casa en Cochabamba que era propiedad de Carlos. Tuvimos que entrar a escondidas, disfrazados de empleados de una empresa de limpieza, con nuestros hijos (sí ellos también disfrazados). Ahí, urdimos el plan para huir, en dos vehículos, a la Argentina. Solo había un problema: mi carro estaba en el taller y habría que salir a traerlo, pues no íbamos a conseguir el segundo auto de ningún otro lado, e ir todos en uno solo hubiera sido demasiado sospechoso. Entonces, mi mujer, haciendo prueba como siempre de su enorme valentía, se ofreció de voluntaria a traer el carro, debiendo nosotros esperar su regreso para meter rápidamente las valijas, los víveres y los pasajeros sin que se dieran cuenta nuestros vigías.

Unos tensos minutos después, oí la señal: el discreto sonido de la activación de la alarma del auto con el botón de la llave (ya saben, el característico bip-bip). Empecé a sacar las cosas. Tenía que hacer dos viajes para cargar el carro y uno para llevar a los niños, porque mi esposa debía estar en el auto con el motor encendido y listo para arrancar ante cualquier problema.

Creo que era en el segundo viaje – no siempre se recuerdan los detalles de los sueños – que, entre la salida de la casa propiamente dicha y el muro exterior, de repente fui interceptado por cinco formidables amazonas venezolanas, con ceñidos uniformes azules, hermosas y temibles a la vez, con sus caras perfectamente maquilladas y el pelo recogido. Sin decir nada, la que parecía estar a cargo me propinó un durísimo golpe con su tonfa en la boca del estómago.

Arrodillado en el suelo, adolorido, sin aire y botando sangre por la boca, oí la voz de la agresora. “Levántate, tú te vienes con nosotros”. Entonces, en un último acto de rebeldía, como una reivindicación y sabiéndome perdido, como si me estuviera sosteniendo para levantarme le agarré el culo. No fue de inmediato, pasaría un segundo o dos, que parecían mucho más, que me dejó, hasta que una de sus compañermas me golpeó detrás de las rodillas, cayendo de nuevo al suelo. Entonces, la comandante desenfundó su 38, me encañonó y…

Desperté sentado, sudoroso, temblando y probablemente pálido. Dicen que uno no puede soñarse con la propia muerte. Que una puede soñar las circunstancias y todos los eventos previos, pero al momento mismo que en el sueño se desprende el alma del cuerpo, por decirlo de manera poética, el soñador despierta de golpe. Asumo por tanto que la Walkiria apretó el gatillo.

Esteban